La Navidad tiene una capacidad curiosa: llega cada año envuelta en luces, mensajes de ilusión y promesas de felicidad… y, sin embargo, no siempre se vive así.
Para muchas personas, estas fechas no son sinónimo de alegría, sino de exigencia. Exigencia por estar bien, por reunirse, por celebrar, por sonreír. Como si la tristeza, el cansancio o la soledad quedaran suspendidos por decreto entre el 24 de diciembre y el 6 de enero.
La Navidad amplifica lo que ya existe. Si hay amor, lo intensifica. Si hay ausencia, también. Y eso explica por qué, mientras unos celebran, otros sienten un peso difícil de nombrar. No es falta de espíritu navideño; es simplemente realidad emocional.
Se habla mucho de compartir, pero poco de escuchar. De familia, pero no siempre de vínculos sanos. De mesas llenas, aunque a veces los silencios estén más presentes que las conversaciones sinceras. Hay reencuentros que reconfortan y otros que remueven heridas antiguas que nunca terminaron de cerrar.
A esta carga emocional se suma la presión social. La Navidad se ha convertido en una especie de escaparate donde parece obligatorio mostrar felicidad, éxito y armonía. Las redes sociales se llenan de imágenes perfectas que poco tienen que ver con la vida real, y la comparación se vuelve inevitable. Para quien atraviesa un duelo, una ruptura, una enfermedad o simplemente un momento de fragilidad, estas fechas pueden resultar especialmente duras.
Quizá el problema no sea la Navidad en sí, sino la idea rígida que hemos construido de cómo debería vivirse. Ese guión invisible que marca cenas perfectas, familias unidas y emociones positivas sin fisuras. Cuando la realidad no encaja en ese molde, aparece la culpa: la sensación de estar viviendo mal algo que, en teoría, debería ser bonito.
Pero la vida no entiende de calendarios emocionales. No se detiene porque llegue diciembre ni se vuelve luminosa por obligación. A veces, simplemente, toca sostener lo que hay.
Tal vez esta Navidad —y las que vengan— nos pidan algo distinto. Menos perfección y más verdad. Menos ruido y más presencia. Menos compromiso social y más cuidado personal. Aceptar que no todo el mundo vive estas fechas de la misma manera también es una forma de humanidad.
Porque también es Navidad cuando uno decide cuidarse, cuando pone límites, cuando elige no asistir a donde no se siente cómodo. Cuando se permite estar triste sin maquillarlo de felicidad impostada. Cuando entiende que respetarse es, a veces, el mayor acto de amor.
La Navidad no debería ser una prueba que hay que aprobar, sino un espacio donde poder ser. Incluso —y sobre todo— cuando no todo brilla.
